Caminaba por la calle tranquilo y alegre. Silbando mi optimismo, sobre sellado con mi valiosa papeleta en el bolsillo, me dirigía al colegio electoral. El sol mañanero del domingo brillaba tiñendo de dorado el plumaje de los pajarillos que trinaban desde las ramas de los frondosos árboles.
Cuando sin previo aviso un atronador rugido brotó de la bocacalle a mi iquierda. Giré mi cabeza a tiempo de ver cómo la Puerta del Sol madrileña se derramaba imparable sobre la avenida como un salvaje tsunami cargando sobre su lomo multicolores tiendas de campaña estampadas de pancartas y una heterogénea multitud de zarrapastrosos y agitanados jóvenes.
Afortunádamente como buen español y mejor demócrata mis reflejos no me fallaron y dos ágiles pasos atrás me salvaron de la terrible y ruidosa marea. Retrocedí una manzana mientras a lo lejos la cúpula acristalada de la entrada del metro se desplegaba asentándose en mitad de la calle. Rápidamente subí por la calle perpendicular para ganar terreno antes de girar rodeando la avenida ahora inundada de Puerta del Sol para acercarme al colegio electoral por el lado norte.
Dos manzanás más adelante el bramido del batiburrillo humano se había convertido en un lejano murmullo. Con seguridad doblé la esquina y vislumbré allá abajo, al fondo de la calle, brillante y lustroso, el colegio electoral. Mi soñado objetivo.
Estaba comenzando a acelerar mi paso inquieto ante tanta calma cuando repentinamente un brazo de Puerta del Sol surgió de una bocacalle lateral como un chorro a presión atravesando la calle de lado a lado y chocando contra la fachada opuesta y salipcando la zona de pancartas y tambores. Me quedé congleado de terror por un instante mientras el enlosado madrileño cubría completamente la canaria acera y la acampada se apoderaba del cruce y comenzaba a extenderse. Abajo hacia el colegio.
Y arriba hacia mi.
No podía permitirme perder ni un segundo. Dando por imposible el poder ejercer mi derecho al voto di media vuelta intentando salvar mi vida y mi misma alma para encontrarme con otro brazo de Puerta del Sol que emanaba del callejón superior cerrándome el paso.
Estaba completamente rodeado. Por abajo la plaza se deslizaba calle arriba baldosa a baldosa mientras por arriba descendía con la densidad y la lentitud de la lava. Como un diabólico felino la urbana bestia jugaba conmigo, saboreando cada segundo de mi incontrolabe terror, anticipando mi inevitable fin. Las ensordecedoras consignas voceadas por sus acampados arañaban mi mente en una mareante cacofonía.
Cada vez más fuerte.
Cada vez más cerca.
Y entonces me desperté.
Respier honda y profundamente empapado en sudor. Sólo había sido una pesadilla.
En la vida real mi libertad de voto estaba salvaguardada por héroes como la Junta Electoral y María Dolores de Cospedal.
viernes, 20 de mayo de 2011
La Semana que Vivimos Peligrosamente: Futuro
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